¡Que mágica locura era aquella que nos envolvía cuándo entrábamos en La Luna!
Yo solía mirarla y rodear, con un dedo imaginario, su silueta de neón azul. Era una media luna como la que se luce entre palmeras en las noches cálidas de oriente. Fina, esbelta, resplandeciente por la magia de la electricidad.
Estaba allí, sobre la máquina del café y separada de la pared unos centímetros, lo cual provocaba un efecto óptico que le daba la apariencia de estar suspendida en el aire. Bajo ella, y como una réplica de su firma, su nombre: La Luna. Y una tímida rúbrica formando un medio lazo sosteniendo las letras. Todo del mismo neón azul.
A veces después de mirarla y volverme hacia ti me parecía seguir viéndola en tus ojos.
Tus ojos entre verdes y azules. Nunca pude definir claramente su color porque tus ojos, cambiaban su tonalidad como un caleidoscopio. Cambiaban según la intensidad de la luz del día. O según la intensidad de tus sentimientos. Yo se que arrancaba de ti muchas sensaciones, igual que tu las arrancabas de mí. También por eso cambiaban.
Me recuerdo frente a ti haciendo equilibrios en el alto taburete sobre el que me sentaba. La mayoría de las veces se deslizaba de mi pie el zapato de tacón y quedaba descalza y eso nos provocaba risas. Recuerdo mi mano izquierda fuertemente enlazada con la tuya; la derecha sosteniendo una taza de café o una copa que casi siempre tomábamos a media entre los dos.
De fondo siempre sonaba la música de los 40 principales. O casi siempre. A veces el encargado de mantener la sintonía en el local solía deleitar a su clientela con algún c.d. de Alejandro Sanz o de Presuntos Implicados, y nosotros nos dejábamos envolver por ellos.
Yo volvía a mirarme y remirarme en tus ojos. Se producía entonces una especie de embrujo que me arrastraba dentro de un remolino de sensaciones. Poco a poco se iba difuminando el entorno. Las personas que nos rodeaban dejaban de ser personas para semejar siluetas opacas con movimientos de una lentitud excesiva. Todo se volvía borroso como las aguas agitadas por una brisa de otoño. Todo desaparecía a nuestra percepción. Eran los momentos mágicos.
Entonces dejábamos de ser dos personas adultas y responsables para volver a ser dos adolescentes enamorados que alucinaban mirándose y hablando continuamente. Había momentos en teníamos que que cubrir la boca del otro con la mano para poder hablar. ¡Eran tantas las cosas que decirnos! El tiempo dejaba de ser tiempo y el espacio dejaba de ser espacio. No había hora entonces, ni minutos ni segundos. Todo se paraba. Nos encontrábamos en un lugar único y creado solo para nosotros. Para disfrutar yo de ti. Para disfrutar tú de mí. Para reír (y a veces llorar), contarnos las cosas cotidianas del día, recordar las veces que nos habíamos extrañado al cabo de las horas, cantar a dúo una canción que sonaba y nos hacía estremecer...
Y sobre todo mirarnos los ojos. A veces parecía que tus ojos me tragaban (cuanto hubiera dado yo porque me hubieran tragado de verdad) Y yo como contrapunto dibujaba tus labios con mi dedo. No siempre lograba escapar de un mordisco.
Fuera, la bruma comenzaba a bajar hasta el suelo y las sombras se iban abriendo paso venciendo a la claridad. Empezaban a encenderse las farolas y los adoquines de la calle reflejaban la luz que despedían los autos al pasar. Sonaba Eros Ramazotti. Y el hechizo se rompía cuando tu voz sonaba pidiendo la cuenta. Miles de retazos de tiempo hecho añicos. Minutos rotos que me devolvían de nuevo a la realidad, y provocaban en mí el miedo a partir de aquel sitio mágico. Y el miedo a separarme de ti. ¡Cuánto te quería! No ha habido en mi vida amor más grande que el tuyo. Amor más inmenso. Amor más bello.
Tú y tu encanto.
Tú y tu dulzura.
Ya de vuelta, en la intimidad del auto me entretenía en mirar tu silueta iluminada por las luces del cuadro de mandos. Tu silueta provocaba en mí muchas cosas, tantas que no era capaz de expresártelas.
Fuera, la otra luna, la de plata que se sostiene en el cielo, la de verdad, nos llevaba a la realidad. Tú volvías a ser tú, introvertido, ocultando de nuevo tus sentimientos y de regreso a tu hogar familiar. Yo volvía a ser yo, extrovertida, alegre y risueña, y también de regreso a mi hogar familiar, fingiendo ser feliz con mi vida que desde hacía tiempo tenía establecida. Y enamorada. Enamorada de ti como una colegiala.
Luego, tu por tu camino y yo por el mío hasta el día siguiente.
Mientras tanto, la soledad de tu ausencia me cortaba como un malvado cuchillo de acero afilado. Y la oscuridad de la noche me envolvía en sus brazos gélidos y helados.
Y allá arriba mirándonos, La Luna.
(Al amor más hermoso y verdadero de mi vida).
Porque al fin y al cabo, la luna era lo que compartíais como si estuviérais en el mismo sitio cuando teníais que separaros.
ResponderEliminarQué bonito
Un beso
No sabes la de recuerdos que has despertado en mi con este relato. Un saludo!
ResponderEliminarEcho de menos días como los que describes. Echo de menos el nerviosismo que me hacía remover el café una y otra vez, dibujando ochos casi obsesivamente. Echo de menos mirar el móvil e ilusionarme ante la llegada de un mensaje.
ResponderEliminarMe he propuesto ablandar mi corazón ante la gente que me rodea, quizás vuelva a ver casualidades en cada minuto de mi vida.
Gracias por la visita ;)
Hace tiempo que no me pierdo en el aire de un bar con el aroma de un café, me has puesto triste
ResponderEliminarQuerida Verdial, me gusta como escribes por que no hay nada en ti de envanecimiento o expectativas, a través de tus textos te siento libre y en la sencillez de tus palabras se manifiesta un rico mundo que ofreces a los demás cariñosamente.
ResponderEliminar¡ y me gusta tanto la Luna !
Valoro muchísimo tu presencia en La Cala y las palabras que me dejas.
Un fuerte abrazo!
No todo el mundo tiene la suerte de vivir un instante como el que describes, lastima que aveces no quede más remedio que ceñirse al guión y mantenernos sujetos a la cordura.Aún así merece la pena sentirnos vivos por ese instante.
ResponderEliminarUn beso muy fuerte
Rosa