Ella, a pesar de su juventud, salía cada Martes Santo de penitente. Túnica negra y capucha negra ocultando su cara. Un grueso cirio morado en su mano izquierda apoyado en su cintura. Dos cruces atadas entre sí cargadas sobre su hombro derecho. Sus pies, descalzos.
Y hacía estación de penitencia durante 13 largas horas tras su Cristo, su Cristo del Perdón, el de su barrio, el que caminaba delante de ella clavado en la cruz, agonizante y elevando su mirada al cielo.
Ella miraba al suelo. No levantaba la vista durante todo el recorrido, no veía a nada ni a nadie. Tan sólo las puntas de sus pies descalzos que se llenaban de ampollas al pisar la cera caliente que chorreaba de los cirios de los penitentes que la precedían.
Cuando su cansada espalda le pedía cambiar las cruces de hombro se permitía alzar la vista y entonces vislumbraba la silueta del Crucificado recortada en las alturas. A contraluz se dibujaban sus agarrotadas manos, dedos tétricos sobresaliendo del madero al que estaban clavadas, y del que ni siquiera intentaban escaparse. Veía como su cuerpo, el cuerpo de su Cristo del Perdón se contoneaba en una mueca grotesca, delirante de soportar más dolor.
Y ella volvía de nuevo la vista al suelo y lloraba en silencio. Lloraba por el sufrimiento de esa figura que tenía ante sí, porque quería que el dolor de su Cristo fuera también un poquito de ella, para aliviarle así en lo posible.
Entonces rezaba. No con oraciones sino con ese monólogo puro que sale de lo más profundo del alma, del interior más escondido, y daba gracias a ese su Cristo, su Cristo del Perdón por la bondad que había derramado sobre ella, y le decía también en silencio que ese sacrificio que hacía era para compartir con él su agonía, para que no se sintiera tan solo, para que supiera que ella estaba a su lado y que lo acompañaría siempre en tan amargo Cáliz.
Un día, y sin motivo ni explicación, porque los Cristos no dan motivos ni explicaciones, su Cristo, su Cristo del Perdón le arrebató a quién le había dado la vida.
Pero ella continuó igual que cada año haciendo la su estación de penitencia, caminando tras él con sus pies descalzos y cargando sobre sus hombros dos cruces, convencida de que así se se repartía un poquito el dolor de El entre los dos.
Otro día su Cristo, también sin motivo ni explicación porque los Cristos no dan motivos ni explicaciones, su Cristo del Perdón le arrebató la adolescente vida que ella había creado en su vientre.
Y cayó sobre ella todo ese dolor desgarrador, hierro candente en su alma, tenazas que desgarraban sus entrañas. Dolor solo y exclusivamente destinado a las madres "Dolorosas" marcadas a sufrir el luto durante el resto de sus vida.
La aplastó la pesada loza de la injusticia del Justo.
Ya no sale de penitente descalza con la túnica negra y dos cruces atadas cargadas al hombro. Ya no se queman sus pies con la cera caliente de los otros penitentes, ya no mira la silueta agonizante recortada en las alturas.
Ahora camina a rastras con su vida por senderos pedregosos y punzantes que no le dañan los pies sino el corazón.
Ahora carga sobre sus hombros la pesada cruz del desgarro de la ausencia.
Ahora sus ojos solo ven la crudeza de la traición, porque su Cristo del Perdón no la ayuda a hacer más ligera su pena, ni le sostiene el madero de dolor que porta sobre su alma, ni la acompaña en tan amargo trance.
Su Cristo del Perdón se olvidó de ella el día en que le arrebató a su hijo.
Ya no cree en su Cristo, Su Cristo del Perdón.
Nota: Esto lo escribí hace tres años, cuando ocurrió todo. Cada año, cuando se acerca el Martes Santo lo saco del cuaderno en donde descansa y le doy luz para que siga brillando hasta el año siguiente. No se apagará nunca, como todo lo injustificable e injusto.
(Pido disculpas si alguien puede sentir herida su sensibilidad con este escrito. No es mi intención, puesto que la ideología de cada uno es merecedora del mayor respeto, y yo la primera en repestarla.)